por Pedro Lluch
Silencio; baches. Semáforos apagados; remolinos de polvo; hojarasca inquieta en las aceras. Ventanas rotas en los almacenes; basuras desventradas en las esquinas. Dos niños corren por la acera; el que va delante, con un quiebro rápido, se cuela entre dos tapias, desaparece, y el perseguidor le increpa agitando algo entre las manos, parado en la vereda, jadeante. No oigo sus gritos. Silencio y baches.
En mi cabeza bullen las haldas astrosas de las refugiadas, los cadáveres de niños en el suelo, los cuerpos esqueléticos de madres con tetas secas y escuálidas, con las cabezas de los decapitados. Tres oficiales turcos posan, en un estudio fotográfico, detrás de una mesita alta donde reposan las cabezas de dos líderes religiosos armenios. Un terraplén cubierto de cadáveres. Cabezas empaladas contra un muro, cinco o seis. Una montaña de cabezas, de algo más de medio metro de alto: cabezas sueltas, caras, cogotes, tumefactas facciones, narices, cabezas humanas apiladas. Los cuellos cercenados. Afortunadamente se trata de viejos clichés en blanco y negro de grano grueso que, en las grandes reproducciones del Museo Memorial, amplían y desdibujan los detalles de la crueldad del Genocidio del pueblo armenio que tuvo lugar en Turquía en 1915. Hombres y mujeres en rebaño salen de los pueblos de Anatolia hacia los desiertos de Siria: marchas de la muerte en un verano de hace 93 años. En una vitrina se reproducen los telegramas cifrados de las autoridades de la Sublime Puerta del Imperio Otomano cursando instrucciones para el desalojo y eliminación de los armenios. En uno de ellos se solicita discreción y absoluta inmisericordia (por igual, todos deben ser aniquilados: niños, mujeres y hombres, ancianos, sanos y tullidos).
Tras recorrer las salas del Museo Memorial del Genocidio Armenio de 1915, me siento en silencio en el coche y me dejo llevar. Mi huésped, de costumbre parlanchín, me deja a solas con los fantasmas de un millón y medio de víctimas de la primera gran limpieza étnica del siglo XX europeo. Me pierdo en el paisaje: las calles, las colinas romas a las afueras de la ciudad. El calor y el silencio. Es difícil moverse y respirar en la espesura de tantas muertes que no deben ser olvidadas. Miro en derredor y veo a los niños jugando en las aceras, veo los quioscos de flores, las tiendas, los tenderetes de bebidas, los peatones y el tráfico rodado, los bazares y las fábricas vacías: todo como un decorado mudo que va pasando. Sigo lívido, pensativo. Silencioso.
Antes de poder echarle un muerdo a la comida, me sirven una copita de vodka que vacío de un trago. Arde, quema.