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Comala (1)

por Pedro Lluch
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¿Cómo dice la frase con que arrastra Juan Rulfo al lector en el íncipit de Pedro Páramo? No recuerdo exactamente, pero es algo así como “Vine a Comala porque me dijeron que aquí encontraría a mi padre”.

No puede el viajero decir lo mismo. Él vino a Yereván para cumplir con sus obligaciones laborales, para huir del calor enclaustrado del despacho y seguir dando la impresión de eficaz gerente de su teatro de operaciones. El viajero por primera vez pone los pies en el Cáucaso: le mueve la curiosidad.

Y la curiosidad le lleva a una fábrica de ladrillos, a otra de pinturas, la curiosidad le pasea por la ciudad y sus baches en un Lada desballestado, sin otro aire que el muy cálido bochorno que entra por las ventanillas sazonado con el olor del tráfico (inmensos camiones verdes Zil y Kamás, vetustos restos del mundo soviético que siguen dando guerra con sus líneas rechonchas años 50, sus depósitos de gas natural, sus estertores agónicos), le lleva a un taller mecánico cuando una correa del ventilador revienta y hay que sustituirla (media tarde sentado entre bidones de lubricantes y bebiendo vasitos de café helado), la curiosidad le lleva hasta el despacho del gran boss (reloj de oro y diamantes), le arrastra (pies hirviendo, el tejano ahora ya acartonado por el sudor, la camisa mimetizada con los ruedos del sudor, las gafas de sol sudando ellas también) le arrastra a un showroom de textiles para el hogar (cortinas, toallas, alfombras, multicolores muestras de texturas, hechuras, estampados, tejidos y combinaciones cuyo único gran mérito es el aire acondicionado en el que nos damos un respiro −y otro botellín de agua).

La curiosidad le lleva a una cena de empresa de este mismo showroom: celebran un año de actividad, y la empresaria (esposa del gran boss que me ha recibido antes) nos incluye en el convite. Tendremos ocasión de departir con todo el equipo (transportistas, costureras, administradores, gente de márketing…). Pero el vodka embota las charlas, y el viajero se deleita viendo bailar a los jóvenes (mezcla de baile oriental con un toque aflamencado, una sazón de pop y una urdimbre de melosos instrumentos locales que acaban crispando).

La curiosidad no contaba con la siempre imponente presencia del Monte Ararat en el horizonte al sur de la ciudad: esta montaña mítica del pueblo armenio (ahora en territorio turco), en la calima dibuja su cima a 5.165m de altitud, escoltada a su derecha por la del Pequeño Ararat (3.925m). La nieve del Ararat apenas logra refrescar el día. Ni enfriar las tensiones, especialmente las existentes con Turquía, aunque también con Azerbayán. El drama de Armenia es recordado en toda circunstancia. El Genocidio de que fue objeto este pueblo por parte de los turcos en 1915 es clamado al mundo en el Museo Memorial del Genocidio que ha sido construido en una de las colinas de Yereván. Mañana me llevan a verlo.

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