Miguel Pérez de Lema
Las putas están en su hora de bajada, cuando ya han cerrado las tiendas y hay un momento vecinal, en que se sientan en la acera o se improvisan el mobiliario con las cajas de cartón vacías de la puerta del Todo a cien, después de pasar todo el santo día de pie y hacen corrillos y hablan de sus cosas. Es la hora en que ya se ha hecho la faena de la jornada, en que queda poco que esperar y ha desaparecido la dura competitividad del oficio. Al cierre del día, como en la Bolsa, la truculencia del mercado queda olvidada y hay una sutil reanimación de las putas. Cuando va cesando el tráfico que baja de la Red de San Luís, se inaugura un clemente silencio donde puede escucharse el aleteo de las docenas de almas de las putas que vuelven en bandada para habitar de nuevo sus cuerpos. Las más jóvenes sonríen y se hacen confidencias tontas como jovencitas a la salida del instituto y las viejas comparten un bocadillo, se masajean las varices, se prestan una horquilla para recogerse el pelo. Los chulos ecuatorianos hacen también su propio corrillo, se palmotean los hombros unos a otros y hablan en dialecto, quizá forzando el dialecto para sentirse más amparados en el regazo del habla materna. Aun no han desembarcado los avariciosos chinos en el proxenetismo madrileño. Cuando desembarquen los chinos se perderá la humanidad de esta hora de bajada, sustituida por la histeria amarilla, la frenética explotación del comercio del sexo como una fábrica más, una de esas industrias que invaden la ciudad de mercadería averiada a precios de risa.
(Foto en su contexto original: flickr.com/photos/ 22916473@N00/536994484)