por Marisol Oviaño
Los niños ya tienen hechas las maletas.
La mía no se cerrará hasta mañana: es el espacio reservado a emergencias, todo eso de lo que nos acordamos a última hora.
Todavía no están dormidos, andan nerviosos por el viaje como lo andaba yo a su edad.
Yo no. Ya sé que me esperan siete horas de carretera por delante, dolor de riñones y de rodilla. Y conste que me gusta conducir y que me siento muy feliz a los mandos de mi coche. Pero el cuerpo se me cansa (ya sé: tengo que dejar de fumar y hacer más ejercicio, pero soy escritora).
Dentro de tres años podré turnarme con mi copiloto, pero entonces él ya no querrá venir conmigo a ningún sitio y yo estaré todavía más anquilosada y más cegata.
Recuerdo que una amiga viuda me comentó un día: no es sólo que le eches de menos en plan romántico, es que le echas de menos cuando los niños se te quedan dormidos en el coche y no puedes con los dos.
He estado todo el día poniendo lavadoras, planchando, haciendo maletas, comidas, cenas. Cambié el aceite del coche hace 900 kms, he mirado la presión de las ruedas, mañana rellenaré el depósito del limpiaparabrisas antes de salir, y pararé a repostar a unos cien kilómetros de mi casa.
Y me acuerdo de mi amigo Claudio, que dice que a una mujer siempre le hará falta un hombre para las cosas prácticas.
Cuando sea vieja, rica y ciega, me pagaré un chófer.