por Inés Zarza
Tu aliento acaricia mi nuca y despereza el animal del deseo, agazapado tras la cotidianidad. Unos inexpresivos hipopótamos africanos nos observan desde la pantalla del televisor. Los resultados de todos nuestros fracasos sentimentales duermen tranquilos, tras un día de playa norteña.
Tu mano juguetea con mi oreja y acaricia mi pelo en pequeños movimientos circulares, voluptuosamente rítmicos. Tus labios recorren mi cuello para terminar en mis labios, que se abren a tu lengua roja. Tu mano se desliza por el escote de mi blusa buscando mi piel más delicada, o casi.
Un escalofrío recorre mi espalda. Me incorporo. Logro zafarme de tus brazos en un alarde de voluntad estrictamente femenino y te susurro al oído:
“Dame cinco minutos”.
Sonríes. Estas tres palabras encierran la promesa de fluidos compartidos. Antes de desaparecer a mi voluntario destierro, observo de refilón cómo te acomodas en tus recién conquistados dominios: dueño y señor del sofá, emperador del mando a distancia. Desde el canto de la puerta te lanzo con la punta de los dedos un beso volandero que, impertinente, apaga la lumbre del mechero con el que pretendes encenderte un cigarrillo.
Cinco minutos, cinco minutos de estricta intimidad femenina. De hembra presumida pero también soberbia. Minutos para tomar decisiones: Tomar una ducha rápida o permanecer con la tibieza de los rayos del atardecer. Retocar el esmalte de uñas rouge allure, o darme unas gotas del perfume que te dice siempre si estoy cerca. Ponerse el camisón negro de seda, o desnudarme de cualquier ropaje.
Minutos de observación ante el espejo, atenta a la imperfección. Minutos de caricias distraídas, de exploración de un cuerpo que se entregará. El pecho blanco, la redondez suave de un vientre que fue madre, y sobre el que hoy atracará tu mano después de hacer el amor, cuando nos venza el sueño. Las piernas que aún me gustan, que todavía me gusta enseñar. La piel que recorren tus dedos de hombre amable, de hombre capaz de amar y ser amado. El sexo, a la moda en estética y tendencias.
Acudo a nuestro cuarto. Habrás terminado el cigarrillo. Los hipopótamos dormirán. Pero sé que permanecerás atento a la llamada con la que todas las mujeres de la historia nos trasformamos en sirenas.
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Minutos también de reflexión, minutos en los cuales piensas que aún puede quedar algo que crees haber perdido a causa de esa cotidianidad, de encontrarte con esa sirena que llevas dentro pero en estado de aletargo. Para pensar si merece la pena otra larga espera hasta el próximo día de playa y, que nuevamente tengan que aparecer en escena los hipopótamos que simbolizan no solo la fuerza bruta, sino los impulsos
que no podemos dominar…