Por Pedro Lluch
Fotografía en contexto original: europaenbici
Lazar conduce por la carretera que cruza el Parque Natural de Galičica, en Macedonia; tiene prisa: quiere llevarme arriba, a la cima, para que podamos sentarnos un rato a observar la puesta del Sol sobre el lago Ohrid. Al llegar a la divisoria de las aguas, paramos, nos apeamos y recorremos los pedregales descarnados del puerto: el prado alpino de estas cumbres está sembrado de rocas parecidas a dientes mellados de algún dragón antiguo que aquí hubiera sido desdentado. Del maletero del coche sacamos una loneta y nos abrigamos con ella; estamos a unos 1.600-1.700m de altitud y el viento es frío, incesante, desordenado y limpio. Las crestas de los montes orientales de Albania se extienden frente a nosotros, del otro lado del lago; van abriendo su abanico de grises y con ellos definen sus alturas, sus diferentes profundidades y lejanías en el ocaso. El Sol deslumbra sobre la silueta de las sierras, y refleja con fuerza su luz contra la superficie del lago, que parece blanco.
Hemos pasado la mañana talking business en un chill-out a la orilla del lago, hemos recorrido las calles de Ohrid y subido a la ciudadela del Zar Samoil, y entre pinares hemos bajado hasta el lago, parándonos a visitar los monasterios del camino. Desde la barca que nos devuelve al centro del pueblo vemos a una mujer joven que emerge de las aguas, se encarama a un peñasco y saluda, con una mano y una sonrisa, como una sirena con gafas de bucear.
Lazar me cuenta la triste historia del Zar Samoil. Eran tiempos de guerras medievales, y envió su ejército de quince mil hombres a luchar en el sur contra un vasallo rebelde en tierras hoy griegas. Pero el ejército sucumbió, y sus quince mil soldados fueron hechos prisioneros. El vasallo victorioso mandó cegar al ejército del Zar: todos los soldados tendrían los ojos arrancados, excepto uno de cada cien, quien, tuerto, tendría la misión de alimentar, cuidar y guiar de vuelta a casa a su centuria de ciegos. Y el Zar Samoil, cuando a su capital llegaron los restos de su ejército, sufrió un colapso y murió a los dos días de un ataque al corazón.
Viendo ponerse el Sol sobre Albania le cuento a Lazar cómo Enver Hoxa acabó allí con los crímenes de honor. Mandó enterrar vivos a los criminales de honor con sus víctimas. Y santas pascuas. Lo acababa de leer en el IHT.
El Sol se pone rojo. Las rocas esparcidas sobre el prado amarillean de un lado y tiñen de azul sus sombras grises. El brezo se mece con el viento. Chirría una bisagra en los pequeños altares que hay junto a la carretera. Vemos cómo declina el Sol sobre el lago. Pienso en los desgraciados soldados del Zar. Pienso también en los desalmados y no menos desgraciados griegos que les sacaron los ojos. Pero vuelvo a perder la mirada en el Sol que se pone sobre las montañas de Albania. Recuerdo una conversación con un taxista de Zagreb, Zvonko se llamaba: me contó su experiencia de la guerra en Croacia. Y recuerdo lo que no debería haber ocurrido en Srebrenica. Y la voladura del puente de Mostar…
El Sol es ahora un muñón granate, sangriento, que, visto en escorzo, señala esta tierra balcánica y nos apunta a nosotros que lo miramos ponerse sobre el lago Ohrid. Lo miramos sin hacer nada. Se pone el Sol, eso es todo.