Es un domingo de primavera en Zurich y el destino me regala varias horas, antes de ir al aeropuerto. He dejado la piel de intérprete en la maleta, junto a los diccionarios. Ahora soy la escritora viajera. Quiero visitar a James Joyce, cuyos restos reposan en algún lugar de esta ciudad. Desde que tuve que enfrentarme a su monumental Ulises en la Universidad, tengo un par de asuntos pendientes con él. Sobre todo aclarar la pregunta que planteó a un escritor francés: Joven, ¿Puede usted justificar todas y cada una de sus sílabas? Suficiente para aterrorizar a cualquier escritor novato. En realidad: ¿Puede cualquier escritor novato o veterano justificar todas y cada una de sus sílabas?
Pregunto en recepción sobre el modo de llegar a la tumba de James Joyce. Un recepcionista con cara de enano de jardín resucitado (los hay por todas partes) me responde, tras una larga búsqueda en su ordenador, que no hay ninguna referencia en Google a James Joyce y Zurich. La tan cacareada perfección suiza es un cuento tártaro, en cuanto los sacas del guión vuelven a su estado anterior de enanos de jardín petrificados.
¿No hay referencias a James Joyce? Insisto. A mi edad, la escritora, la intérprete, la viajera, la madre soltera sabe que sin insistir, no se llega a ninguna parte. Entonces, el enano inicia otra búsqueda asistido por una compañera algo más espabilada. Sonrío, sí. Anticipo el placer de este domingo solitario. ¡Por fin aparece! James Joyce descansa en el Fulntern Cementery. Et voilà. He de coger la línea 6 del tranvía.
El cementerio situado en al parte más alta de la ciudad es un bellísimo jardín de escalonadas filas de tumbas y lápidas de diversas formas y tamaños, todas decoradas con armoniosos parterres de flores de colores infinitos. El sol hace resplandecer los matices y un verdísimo césped entre una lápida y otra conceden al conjunto una serena continuidad. Qué diferente de los atormentados cementerios españoles con sus horrendas flores de plástico y sus retorcidas figuras religiosas. No hay nadie, y el silencio se ve solo interrumpido por el sonido de pájaros inquietos.
Había deseado muchas veces hablar cara a cara con este irlandés universal. Pero cuando los dioses nos conceden nuestros deseos más ocultos, no siempre sabemos muy bien qué hacer con ellos. En ese momento, frente a su lápida, sentía una gran timidez. Decidí sentarme a meditar en un banco de piedra que los corteses suizos han puesto a disposición de los innumerables visitantes que acuden a este lugar. En la visita a la tumba de un maestro de la literatura, hay algo de ritual, por muy molesto que este autor haya sido. Tras la lápida, hay una bella estatua de Joyce realizada por el escultor Milton Hebald que le retrata sentado, con la mirada despistada y fumando un cigarrillo. Al cabo de unos minutos de meditación, la pregunta resuena en el aire:
¿Puede usted, Inés Zarza, justificar todas y cada una de sus sílabas?
Claro que no, respondo algo molesta ¿Cómo demonios una escritora zurda y disléxica podría justificar todas y cada una de sus sílabas? El silencio es espectral. De pronto, me aburre esta pasividad. Me levanto, me acerco a su estatua y, en un gesto irreverente, acaricio su cabeza esculpida, de la que no saldrán ya más preguntas o textos equívocos. Y, entonces, con cierta crueldad, susurro a su oído petrificado: Y, usted, James Joyce: ¿Puede justificar todas y cada una de sus sílabas?
0 respuestas a «REFLEXIONES FRENTE A LA TUMBA DE JAMES JOYCE (1)»
El gran Joyce se merece todos los esfuerzos por encontrarlo. Yo iré este verano a Dublín a seguir la ruta de Bloom, Stephen y demás. Y sí, puedes justificar todas tus sílabas, porque a mí me han encantado.
un saludo
Pues mañana salgo para Dublin, así que contaré en breve mi periplo por la ruta del Ulises que nunca llegó a Itaca .
Joyce merece esfuerzos claro que si….
No creo que debamos justificarnos, somos y fluimos y de lo injustificable puede nacer lo irreverente, lo distinto, algo de luz. Como digo en mi artículo de la revista, me gustan los cementerios, pasas el rato siendo el único que mantiene la verticalidad, por cierto, las esculturas tienen alma, seguro que ella te ha escuchado.
Curiosa la manera que tenía Joyce de ver su trabajo: sílabas.
A mí, personalmente, me gustan mucho más las palabras. Y las frases, ni te cuento.