Por Pedro Lluch
Fotografía en contexto original: godsfornothing
Durante el éxodo del final de la Guerra Civil, parte de mi familia se exilió en el barco que Pablo Neruda, a la sazón cónsul chileno en París, hizo zarpar de Francia para que pudieran huir de la barbarie. Fue la travesía del Winnipeg. Quedaron bajo tierra cuatro hermanos de mi abuela. Murieron en el frente, no se sabe bien dónde, en alguna fosa estarán. Eran rojos. Combatieron y perdieron. Nunca más se supo de ellos.
Mi abuela quedó marcada, joven, sola.
Un alférez fascista y victorioso la violó.
Al parecer se incoó una causa contra él, y he buscado en los archivos históricos nacionales de Simancas y en los archivos militares de la Capitanía General de Burgos algún legajo que hubiera podido quedar. Nada hallé. Temo que en el incendio que arrrasó Santander en el 41 todo ardiera, y sospecho que se perdió la huella del hideputa fascista que engendró a mi madre. El hijoputa era (o acaso aún es) mi abuelo.
Hace unos días una voz chilena (una chamana pequeña, de intensa mirada, que da voz al sabio que todos llevamos dentro y al que no siempre atendemos como es debido) me habló de todo esto. Es como si siempre Chile viniera al rescate. Yo no le había hablado de esto. En realidad jamás se ha hablado de esto en mi familia (una charla en la cocina, breve, un día, no más). Menos aún fuera de ella. (Y me temo que me condenarán los lares familiares si un día dan con este texto.)
Me dijo la chamana: «Cargas con una herencia de violencia que choca con una sensibilidad extrema; estos dos polos te desestabilizan.»
Ambas cosas soy. Y con ambas malvivo.
Necesito dar un paso atrás. Darme un respiro. Parar. No-hacer. Abrazarme y esperar que amaine la tempestad. Explorarme. Auscultarme. Meditar. Cerrar el chorro de mi vigor, de mi voracidad, de mi gran capacidad para meterme en otras personas cuando en realidad lo que hago es huir de meterme en mí. He de meterme en mí. Alargar las bañeras de meditación. Disfrutarlas, Escuchar mis sibilancias nuevas. Penetrarme. Darme por el culo si es preciso. Afrontar. Confrontar. Sincerarme. Abrirme a mí mismo. Despojarme de los sacos terreros de tanta cultura, de tantas lecturas, de tantas ideas ajenas con que me he pertrechado siempre. Desnudarme. Más y más. Acostarme conmigo. Quererme. Respetarme. Conocerme. Amarme. Sólo entonces podré, tal vez, amar a otros.
La gripe de la pasada semana ha sido el punto de infexión: mi duelo latente ha reventado. Lloro por las esquinas. Lloro al recordar mi colegio, al ver mi piso sin barrer. Mientras bullen los macarrones, lloro.
Soy hombre de acción. Soy hombe voraz. Insaciable. Y he de aprender a no-hacer. A esperar. No seducir. No buscar. No jugar. No hablar. No querer. No dramatizar. No huir.
Y me cuesta mucho.
Llevo sangre guerrera en las venas. Llevo conmigo una violencia en los genes que yo ignoraba, que no da paz. Y he de aprender a no-hacer.
Pero no sé. Está claro que no sé.
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Genial, Pedro sensible, Pedro violento.