Por César de las Heras.
Fotografía en contexto original: dudas
Es un día ventoso, viento sur.
Salgo al jardín y me dejo tocar por los aromas que llegan de Madrid, por tu perfume de Prada algo difuminado. En la soledad de éste páramo castellano, tierra a salvo tras las montañas que sirven de barrera, recuerdo y continúo, pienso y reflexiono, respiro. El viento no me tranquiliza, ni si quiera el saber que tras este largo distanciamiento regresarás, y volveré a estar en tu interior, y que de nuevo, se enredará tu pelo. Hoy toca intrascendencia, el caldo humeante de los sobres, o la contemplación de la mirada propia gracias a un cristal pensativo.
El fin de semana ha sido extraño, he bebido más que de costumbre, y el Emilio Moro ha sufrido una serie de bajas que han teñido de rojo nuestros labios. No encuentro mejores momentos que los vividos alrededor de una mesa con hermanos de sangre, vino tinto que recorre nuestras venas para hermanarnos una vez más. Me recuerdo sonriendo, siendo yo sin interpretar más papeles que el mío, sin la necesidad de gustar o de ser alto, o de crear frases inteligentes. La relajación de la verdad, el alimento necesario de la amistad y de la rienda suelta. Unas horas sin mentiras, sin poses, sin contratos, sin dudas, sin intereses. La sobremesa española, la voz alta, carcajadas nubladas por alcohol, y el humo, revoloteando. Furbol sin trabas, ligerezas sobre una mesa que a estas alturas ya no se asusta, se involucra, y aguanta platos y bebidas, y deja conversar a las piernas para que más abajo no se sientan solas. El tiempo así, pasa como si nos sobrase, y los relojes se atrasan para disimular.
Danzan las curiosidades, los recuerdos llegan alterados por la exageración del momento, una ocurrencia más, escándalos alrededor de cuatro patas.
Con la tarde se hace caja y te invitan a pasar a la barra, el restaurante debe prepararse para las cenas. Ahora tocan los cubatas y la verticalidad nos delata, es un leve mareo, una turbia contemplación del entorno, es la figura literal de la melopea bien temperada. Aferrados a la barra, uno más, uno camisa fuera de su espacio natural, una charla con el desconocido que aparece en escena, una meadita, una cogorza, un culo que no es el mío.
Y pasear por la calle Orense de arriba hacia abajo. Para despejarse es bueno caminar, ver pasar las luces de los coches, entrar en el Meliá Castilla y continuar tomando, permitir que la brisa madrileña disipe la curda.
Tres de la mañana, hospital de La Paz, urgencias. Podía haber sido por una puta, o por una pelea, pero fue por una mala combustión del alcohol en el estómago, que es una de las formas más radicales de acabar con las melopeas. Y se vuelve a manifestar la vida, las luces forman sombras, ya lo sabemos. Una sala de espera triste y vieja rebosante de tristes, de somnolientos. Van llegando ambulancias cargadas de dolor, y detrás la compañía embadurnada de lágrimas. Mientras tanto, junto a este hospital deprimente, crecen cuatro torres de cristal, cuatro rascacielos que miran de frente a las estrellas. Somos Hombres, y crecemos en altura con la misma brillantez con la que nos permitimos sufrir bajo los sueños. El Manhattan del foro no gira la cabeza, rascacielos de la opulencia que dan la espalda a un edificio vergonzoso, de instalaciones cansadas en dónde se ve pasar la muerte, la vida, el sufrimiento, y desde dónde se ve que nos va bien, que nos enriquecemos bien. Por cierto, recuerdo a un hombre derrotado por la vida, encerrado en un cuerpo devastado, que a las cuatro de la mañana, y desde una silla de ruedas, esperaba en un pasillo a ser atendido, eso sí, por la ventana miraba las torres de cristal y, no sé bien por qué, no sonreía.