Por Pedro Lluch
Fotografía de Robert Capa
Un pasaje de Histoire de Claude Simon dice así (pág. 152, la traducción es mía):
«… entre leerlo en los libros o verlo artísticamente representado en los museos y tocarlo y recibir las salpicaduras hay la misma diferencia que existe entre ver la palabra obús y encontrarse de golpe aferrado a la tierra y la tierra misma en lugar del cielo y el mismo aire desmoronándose alrededor de ti rompiéndose como cemento roto fragmentos de vidrio, y hierba y barro en lugar de lengua, y uno mismo esparcido y mezclado a tantos trozos de nubes, de piedras, de fuego, de negro, de ruido y de silencio que en ese momento la palabra obús o la palabra explosión no existen más que la palabra tierra, o cielo, o fuego, lo que hace que sea imposible relatar este tipo de cosas que no es posible de resentir sino a posteriori, y sin embargo sólo dispones de palabras,…»
Claude Simon, marcado por la experiencia de la guerra, trata de transmitir la realidad de ésta al lector en muchas de sus novelas (Le Palace, La route de Flandres, Histoire, L’acacia). Y este fragmento de Histoire pone de relieve la dificultad: ¿cómo puede el escritor dar cuenta, con sólo palabras, de la realidad cuando ésta es convulsa, rápida, confusa?
El naturalismo presupone un orden. Un narrador omnisciente que todo lo ve, todo lo ordena, todo lo cuenta. Supone que una distancia de seguridad protege al narrador y lo mantiene separado del objeto de su relato.
¡Necedad! ¿Quién puede decir sin sonrojarse: yo todo lo veo, todo lo sé, todo lo cuento, y a mí nada me afecta? ¿Quién?
Decíamos en el anterior post que es necesario acostarse con el objeto, ceñirlo de cerca. Ahora bien: acostarse con el objeto es comprimir y dinamitar la distancia de seguridad que protege al escritor naturalista. Penetrar el objeto de estudio es juntar sujeto, deseo y objeto. Y entonces el escribir deviene escrivivir.
Cuando sujeto y objeto interaccionan íntimamente, el punto de vista pierde el paralaje, y entonces, como dice Simon, con sólo palabras, ¿qué puede hacerse?
Emocionar. Sí. Usarlas para arastrar al lector corriente abajo, o mejor dicho: corriente adentro. El escrivividor es en realidad un ingeniero que encauza palabras, regula caudales, ayuda a saltar desniveles. Guía el torrente de lo que está por decir para cruzar paisajes (páramos, desiertos, cañones, vegas, costas, pedregales, mesetas) con las palabras de su día a día. Y el curso del texto ha de desembocar, siempre, en una playa ignota en el alma del lector.
La Literatura, arte lineal, es capaz de lograr esta hazaña: capaz de engatusar con la primera frase al más pintado para llevarle de la mano por los más recónditos paisajes y muy dentro de si.
Pero es necesario que el escrivividor sepa bien por dónde para (lo cual no es siempre evidente: son muchas las nieblas, muchos los días de naufragio y de tribulación). Y se conozca bien: sólo así, desde la honestidad, desde la valentía, podrá dar voz a su torrente. Sólo así podrá emocionar.
Con sólo palabras (que no es poco; en realidad es todo), con trabajo y honestidad, con libertad para romper las reglas que rigen las palabras, el escrivividor ha de hallar su voz y darle libertad. Y soltarla.
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Esto me recuerda a aquello de poesía de la experiencia de los 50. La autobiografía es peligrosísima para el escritor que empieza y suele devenir ombliguismo. (Creo que somos los dos últimos castellanohablantes que usan correctamente este verbo, sin preposición detrás).
A la emoción habría que añadir universalidad (sea en relato de imaginación o de experiencia). ¿no, tron?