Por Marisol Oviaño
Día de Navidad.
Frío y claro en esta Castilla profunda de mis ancestros. Por donde corren mi hija, a pie, y mi hermano, en bici, pasaron cientos de veces nuestros tatarabuelos, ermitaños de una ermita que queda a un lado del camino.
El pastor alemán no es de nadie, nos ha acompañado a lo largo de todo el paseo.
Quizá sea el tataranieto del perro de alguno de nuestros antepasados, aunque dudo yo que se permitieran chuchos de razas tan finas.
Sonríe igual que el difunto perro favorito de mi difunto padre.
A mi espalda caminan y charlan primos y hermanos que no salen en la foto.
El aire huele a chimenea encendida a medida que regresamos al pueblo, y las papilas gustativas despiertan al recordar la sopa de pescado que mi madre ha estado preparando durante horas.
Y doy las gracias a los ermitaños por haber engendrado la familia que, como cada Navidad, nos arropa.