Por César de las Heras
Por Guadalajara y con vistas al bancal. Muros de piedra, tiempo lento, curiosa estructura escalonada que permite a las casas asomarse al barranco por dónde crecen las granadas. La contemplación de un carmín de garanza perfecto dado por una granada abierta, es una de las excusas a finales de octubre para pasearse por Pastrana. La otra excusa es el congreso de arte, música y mística; se acerca una curiosa audiencia para escuchar o sentir, y para sentarse en sillas palaciegas dispuestas de tres en tres en una de las estancias del convento del Carmen. Minoritario y cálido, cómo las cosas leves pero bellas, el congreso se desarrolla paciente y en voz prudentemente pedagógica. Los ponentes, sin olivos, hacen de la estancia un monte en el que a veces una brisa cargada de conocimiento, sopla. Y se van pasando los tres días con música salida del alma; éste año el “cantaor”, Jerena, se nos metió en el pecho con la fuerza de esas manifestaciones artísticas que te vapulean los sentidos.
El sábado paseamos. Estos espacios en pendiente me agradan, tienen la facultad de hacerte sentir ligero. Todo consiste en situarse en todo lo alto y una vez allí descender cómo si formásemos parte de un río poco caudaloso, un río despacioso que nos permitiese ir bajando, ir viendo la vetusta sillería, los irregulares vanos, las verjas oxidadas. El convento del Carmen se encuentra a dos kilómetros de Pastrana, es un edificio rotundo, serio, afianzado tanto en sus ángulos rectos como en sus muros poderosos. Ahora es una hospedería para estancias cortas o largos retiros placenteros. Lo más interesante se encuentra, cómo todo lo bueno, escondido. Tras atravesar unos largos pasillos llegamos a un jardín conventual, grandes árboles, hojas caídas, y al fondo de un camino con forma de camino, una huerta cuidada, unos frutales satisfechos, una verdulería orgullosa con faldones dispuestos a rellenar pucheros humeantes o incluso generosos. Los días soleados y las lluvias pacientes aquí han hecho su trabajo, aderezado todo por unas manos anónimas, que seguro entienden más de la mística que los que de ella hablan. Y no por los que hablaron, que sabían de lo que hablaban, si no por que el misticismo se encuentra en el paso de los días, en la mirada diaria hacia la belleza que nos rodea, en el tempo, en la prudencia, en el respeto, en el silencio, en la soledad del uno con el uno, del uno con su entorno. Tras la huerta, bajo el huerto, descendiendo unos escalones, se llega a una cueva cuyo techo toca con sus dedos las raíces; en ella meditaba San Juan De La Cruz, y en su interior, sentado una noche en su interior, rasqué un poquito más sobre los pensamientos del hombre y sobre las conclusiones del alma. En el centro de la cueva hay un altar, un prisma rectangular sin aderezos, la lisura de sus lienzos la quiebran tres calaveras y algún que otro hueso; curiosa economía de medios. Me gusta escuchar y siguiendo la espiral me voy acercando al centro. Que poquito me van interesando las voces, y las guerras, y las religiones, y los periódicos, y la política, y este mundo pequeño que entre todos hemos creado para dirimir nuestras batallas. Diminuta apariencia de civilización plastificada, cuerpos con telas de colores, dientes vital dent, pasto verde. Ya vendrán los caballos.