Miguel Pérez de Lema
Qué difícil ser Dios.
Poner a cada muñequito su don, su aquél, su qué se yo, su cosa cosa, antes de ponerlo a danzar y correr el mundo.
Qué fatiga la de escuchar sus plegarias -sí, a su manera esta gente elevará sus plegarias, y tendrá caries, y un sueño pequeñito por cumplir, y un hijo a punto de nacer, y hambre y sed, y todo lo demás que tú tienes-.
Qué infinito amor para tener un sólo segundo de compasión para cada desgracia, de atención para cada ocurrencia, de perdón para cada crimen.
Qué imposibilidad matemática la de que todo esto sea algo más que una descontrolada plaga. Y a pesar de todo, la mirada se centra, escruta, y enseguida ve a esa niña con coleta sobre su padre, y al tipo clavo con gafas, a su derecha, que parece que se va a dirigir a alguien, -casi se escucha su primera frase-, y ese otro del polo rosa con el gesto torcido, parece muy solo, quizá busca a alguien, y allá al fondo esos dos gorditos de camisa amarilla que juntan las manos tras la espalda, y el hombre de corbata que mira a la cámara -¿por qué parece tan mayor y tan distinto?- .