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Bajo la máscara de Ramón de Valle-Inclán

por Miguel Pérez de Lema
valleinclan

´Caballeros, ¡salud y buena suerte!
da sus últimas luces mi candil,
ha colgado la mano de la muerte
papeles en mi torre de marfil.

Le dejo al tabernero de la esquina,
para adornar su puerta, mi laurel.
Mis palmas al balcón de una vecina;
a una máscara local, mi oropel.

Para ti mi cadáver, reportero,
si humo las glorias de la vida son,
tú te fumas mi gloria en un veguero
y te das un banquete en un figón.

Y después de cenarte mi fiambre
adobado en retórica banal,
humeando el puro, satisfecha el hambre,
me rifas mi mortaja en carnaval.

Y al tirar la colilla, con el chato
a medio consumir, en el mantel,
dirás gustando del bicarbonato:
-¡Que ahora no la diñe don Miguel!`.

Bajo la máscara de Ramón del Valle-Inclán vivía un hombre tímido y desconocido, Ramón del Valle y Peña. Un tímido que logró pasar desapercibido ocultándose bajo una máscara altisonante. Cuando Ramón Gómez de la Serna escribe la biografía de Valle, repite esta idea varias veces, y se marca el objetivo de no dejarse seducir por el anecdotario del falso Inclán y retratar al ciudadano real. A ese que llamamos Peña. Un hombre cargado de hijos que pasea con ellos sin la compañía de su esposa, demasiado ocupada con su trabajo de actriz con el que tiene que sacar adelante a la familia porque su marido carece de ingresos. Y dice RGS: ´lo que hay que ver como principal grandeza de Valle-Inclán es lo que hay en él de malogrado, de silenciado, de ser que se entretiene mientras llega el verdugo`.

Inclán es altivo, genialoide, intransigente, malhumorado, una sublimación del malogrado Peña, al que acaba dominando y haciéndole pagar las cuentas reales de su personalidad imaginaria. Así, el malhumor de Inclán, que insulta a todo el que le contraría y agita su pasado de duelista a la primera inconveniencia, le cuesta un brazo al pobre Peña. Es la obra maestra de la anécdota, el famoso asunto del bastonazo, que una vez más vamos a relatar, para gloria de la máscara que lo provocó. Cuando el periodista y crítico Manuel Bueno le da aquel bastonazo a Inclán en una pelea de café, a cuenta de una discusión insignificante, se le clava a Peña uno de sus gemelos. Por falta de cuidado, la herida acaba gangrenándose y no queda más remedio que amputar. La máscara sale reforzada y consigue el cuerpo de mutilado de guerra que siempre deseó, pero Peña es quien tiene que vivir, de ahí en adelante, con la humillante cotidianidad de ser un inválido al que hay que anudarle la corbata, partirle el bistec, ponerle la capa y ante el que convienen mirar caritativamente hacia otro lado cuando se complica en resolver por sí mismo cualquier habilidad elemental.

Se esperaba de Inclán un segundo acto de venganza, a la altura de la violencia del primero, pero el oculto Peña sale por un momento a la luz para poner orden. Y zanja el asunto con Bueno cuando éste le pide disculpas por dejarlo manco: ´No se preocupe, aún me queda el otro, que es el de escribir`, le contesta. Una conversación en la que Peña parece el padre de un chico revoltoso que ha roto el escaparate de una tienda y Bueno el tendero que le ha tirado de las orejas al chico. Los adultos se dan la mano, mejor que partirse la cara por la inconsciencia del muchacho comprometedor.

Han hecho fortuna dos definiciones del personaje, ya tópicas, la que hiciera RGS, para quien Valle era ´la mejor máscara que camina a pie por la calle de Alcalá`; y la del general Primo de Rivera, quien a pesar de meterlo en la cárcel lo definió como ´eximio poeta y extravagante ciudadano`. De ninguna de ellas se deduce el respeto que Inclán quería imponer, más bien al contrario. La verdad es que Valle debía dar más lástima que miedo, provocar más extrañeza que respeto. De complexión débil, compone una figura de ermitaño de José Ribera mortificado por el hambre, su voz demasiado nasal y con un ceceo exagerado resta seriedad a su fabla inventada de gallego madrileño –´fablistán´, le llamaba Juan Ramón Jiménez-, y siempre la capa vieja, la barba excesiva, y los botines relucientes con que defiende su pose de dandy pobre.

Sin llegar a caer nunca en el lodo abyecto de la bohemia madrileña, donde su amigo Alejandro Sawa se revolcaba, Valle tenía mucho del hidalgo quevedesco que se rocía la barba de migas de pan antes de salir de casa para fingir un buen almuerzo. Porque su literatura se veía como una prestigiosa rareza y sus libros no dejaban apenas dinero.

Viendo el rosario de empleos honoríficos que le van dando sus buenas relaciones, sabemos que su altivez esconde el fracaso social. Lo colocan sucesivamente para justificar una nómina sin dar golpe, que es lo que se sigue haciendo con las glorias que no cotizan en el mercado. Pasa por ser asesor artístico de la compañía teatral de María Guerrero en la que trabaja su mujer, para sacar unos duros y, sobre todo, seguirla de cerca en su gira por Hispanoamérica. Más tarde lo hacen catedrático de estética en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, y hacia los últimos años de su vida la República lo coloca de director de la Academia de Bellas Artes de España en Roma. Lo están pensionando para que no acabe en la miseria. Al final, cansado de interpretarse a sí mismo, se refugia en Galicia, donde compra unas tierras y lo pierde todo en un intento loco de explotación agrícola.

Por el camino, ha escrito en los cinco géneros: poesía, teatro, novela, periodismo y ensayo, siempre con voz propia, a la vanguardia del estilo, y nunca con verdadero éxito comercial. Vive los años finales del teatro como gran espectáculo social, en los que es el único género que puede dar fortuna al escritor en un país de analfabetos, donde el periodismo se paga mal y la novela se vende poco. Así que trata de meter la cabeza en el teatro, y a la primera intentona, se la cortan de un solo tajo. Escribe una primera obra teatral, Cenizas, que a él le parece del gusto de la época, un dramón con protagonista tísica y enamoradísima. Consigue que se la estrenen y resulta un fracaso completo.

Se alaba mucho la dramaturgia de Valle, que lo merece, pero no se hace ver que su innovación y su radicalidad nacen de aquel fracaso primero. Consciente de que tiene impedido el acceso al público escribe con la libertad de saber que no van a representarlo. Así su teatro llega a ser el más ambicioso, el que más escenarios y personajes acumula en cada pieza, porque sabe que nadie va a ponerlo en pie. Se escapa tanto de los estándares de la producción que ni siquiera se considera teatro su teatro.

No obstante, en aquel Madrid de apenas un millón de habitantes y un centro superpoblado de escritores que se ven a diario en los cafés y el Ateneo, Valle no abandona nunca las maniobras para colocar alguna pieza. El anciano Galdós, gloria nacional que se ha hecho más rico con su teatro que con sus Episodios, dirige el Teatro Español y Peña, humildemente, toca su puerta. Pero Galdós se la cierra. Inclán reacciona llamándole ´Benito el garbancero`, despreciando su facilidad para hacer de la literatura una buena fuente de ingresos, y el mote se populariza en el ambiente literario en el que nadie desdeña la oportunidad de rebajar al triunfador, de sublimar su envidia al escritor acaudalado. El rencoroso Inclán venga la penuria económica del desventurado Peña.

Las puertas de la industria editorial se le cierran a menudo y, en el mejor de los casos, se le dejan medio abiertas para que no desparezca del todo su figura, que tanto viste, que da siempre tema de conversación. La máscara de Inclán se las arregla para sacarle al pobre Peña el poco dinero que tiene para autoeditarse. Busca impresor y él mismo ayuda a componer la edición suntuosa de su obra completa, con hermosos grabados y primores tipográficos a la altura de su personaje, a la que titula en latín Opera omnia. Está usando las divinas palabras de la lengua clásica para hacerse un panteón de papel impreso.

Según se va cumpliendo el primer tercio del siglo XX la máscara de Inclán se va haciendo anacrónica y en sus últimos años es casi una aparición fantasmal. Cuando vuelve de Roma, la República está en plena ebullición y comprende que ha perdido su lugar. En el año 33, Lorca lo estima: ´Detestable como poeta y como prosista`, que es una forma de afirmar que el escalafón se ha renovado y que son ahora los jóvenes ambiciosos del 27 los que cuentan, con el propio Lorca a la cabeza. Le están dando la patada a los carcamales del 98.

Inclán, que sigue usando su máscara para llevar la contraria, que ha pasado del carlismo estético al anarquismo teórico, tiene un último coqueteo con el estetizante fascismo italiano y ya nadie le toma en serio. Las cosas en España no están para esteticismos, se prepara un baño de sangre al que Inclán y Peña se libran de asistir. Tienen el acierto de morirse unos pocos meses antes de julio del 36, evitando poner su pluma al servicio de Abel o de Caín.

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