Por Miguel Pérez de Lema
Son muy hospitalarios y liberales y cariñosos estos mierdas de jipis. Te reciben como si fueran tu abuela, parece que te conocieran de toda la vida y te muestran las dependencias de su pequeño reino obsequiosamente, animándote a sentirte en tu casa: no lo consiguen. Te sientes muy lejos de tu intimidad, de tu individualidad, de tu identidad, vagamente amenazado sin saber por qué. Es una sensación rara que se acentúa cada vez que el hombrecillo barbudo te sonríe. El hombrecillo te hace un recorrido por el interior del complejo y te muestra tu habitación -muy rápidamente, sólo un vistazo para que repares en que es fea, pequeña y sin servicio -; ves el comedor con su alta chimenea y sus grandes mesas y el salón que tiene un piano electrónico a disposición de quien sepa tocarlo; luego te sacan a ver la parcela, tienes que ver los caballos en lo alto de una loma, pina y casi peligrosa, y te paran en el rincón más elevado para decirte “aquí se respira de maravilla”. Aprovechas que estás al aire libre para fumar, pero has llegado un poco jadeante, y te sabe mal el tabaco.
No se puede fumar. En las habitaciones tampoco. Cae la noche. A dormir.
Te despiertas oyendo los pajaritos que rodean la casa y los cantos de ballena que salen de las paredes, y entre aromas de jabones naturales y necesitas ir a tomar rápidamente un café para no empezar a gritar. Bajas al comedor de mala leche y dormido, y ves que todos están dispuestos, flexibles y dinámicos. Son las 9 de la mañana. Pides café. ¡Aquí no hay café, pervertido!
El sonriente hombrecillo te ha mirado con lástima, te ha perdonado la ofensa y te ha traído una tetera de litro llena un líquido y grisáceo.
Aquí no hay café sino este tibio brebaje con un lejano aroma a regaliz. Hay leche, sí, una tetera enorme, de litro y medio, pero está aun más tibia. Un no-café con leche tibia puede ser demasiado. Va a ser mejor tomarlo solo, está un par de grados más caliente que la leche y es menos baboso. Probemos. Probamos.
Resulta levemente agradable pero su sabor dura muy poco, probemos un poco más. Magia, se ha vuelto insípido a partir del segundo sorbo. Tienes muchas ganas de fumar. Un mal café -y esto no es ni café- sólo se compensa adelantando el primer cigarrillo de la mañana.
No puedes fumar. De acuerdo. Analicemos la situación: no hay café, la leche está fría, aquí no hay más cojones que tomarse el sucedáneo de café con mucha azúcar. Convenientemente enmascarado con el suficiente azúcar podría pasar. Como tampoco te ponen azúcar, tienes que pedirlo, con gran vergüenza y hondo sentimiento de culpa.
¡Aquí no hay azúcar, degenerado!
Te traen un tarro de miel, y con la falsa esperanza de saturar el bebedizo le pones medio tarro de miel a la taza y tratas de dar vueltas a la cucharilla que se ha quedado pegada en el fondo como un gangster con zapatos de cemento. Tardas un par de minutos ejecutando de forma muy torpe la operación de dar vueltas a una cucharilla atrapada en miel solidificada, la operación resulta trabajosa, desasosegante, dilatoria y estúpida. Cuando terminas de desleir la miel, el líquido de la taza se ha vuelto tan brillante y grasiento que tienes una grata promesa de dulzura en la boca antes de volver a probarlo.
Olvidas el desagradable regusto de insipidez que te ha dejó el intento anterior y te dispones a empezar de nuevo. Das un buen sorbo a la taza y descubres que, inexplicablemente, el bebedizo no sólo no se ha endulzado con la miel sino que ahora deja un sabor amargo, persistente, en los bordes de la lengua.
Necesitas fumar. No puedes. ¡Aquí no se fuma, genocida!.
Se escucha música tradicional de Melanesia. La gente está alegre. Se oyen pajaritos. No bebes más del brebaje de seudo café con miel amarga. El estómago, desconcertado, protesta. Si quieres, puedes comer tostadas de 15 centímetros de grosor, tienen el mismo ancho y color que las planchas de corcho que se usan para aislar los techos. Al tratar de morder una tienes que abrir la boca hasta casi desencajarla. Lo consigues, lo saboreas, no sabe a nada. Es pan ácimo, amigo, pero si quieres puedes aliñarlas con la mantequilla helada que te han servido -inútil explicar que es físicamente imposible untar mantequilla helada- y con “esta compota de ciruelas que la hacemos nosotros y a la gente le gusta mucho”. Pues no, amigo, no quiero compota de ciruelas, ni miel, ni regaliz. No soy la puta ricitos de oro de los cojones. Soy un hombre. Soy pobre enfermo y quiero café. Quiero fumar. Por el amor de Dios, soy un pobre enfermo, haré lo que queráis pero dadme un poco de café y dejadme encender un cigarrillo. Fin del desayuno. Llaman para iniciar las sesiones del taller de respiración holotrópica.
0 respuestas a «Los jipis»
jajaja ¿estás seguro de que eran jipis? los jipis suelen tener drogas y cervezas ¿no te meterías en un campamento macriobiótico por error?