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Fernando Pessoa

por Miguel Pérez de Lema
Pessoa

Decía Octavio Paz que Tabaquería (Estanco) era el poema más importante, o el mejor, del SXX. Se puede añadir que quiere ser el poema definitivo, la poesía como arma de destrucción masiva, un momento lúcido en que la civilización comprende que nada ha merecido la pena y nada importa en adelante.
Pessoa tiene el baño de una retórica posterior, que ha querido verlo mártir, eclipsado, descontento, fracasado. Una retórica consecuente, que toma al pie de la letra lo que Pessoa dice de sí mismo a través de sus heterónimos. Sin embargo es posible romper esa urna y encontrarnos con un hombre que se marca un proyecto: escribir, y no se aparta de él un centímetro hasta su muerte. Viéndolo así, la vida de Pessoa se nos muestra fecunda y, a su manera, libre, feliz. Su desgracia, su desencanto, son el tema de su literatura. Hizo lo que quería, estudiar el ser desgraciado, para explotar sus posibilidades literarias, sin dejar que nada ni nadie le interrumpiera. A su manera, alcanzó cierta celebridad en el pequeño cotarro literario portugués de la época; estuvo cerca de aceptar el matrimonio, pero eso le importó poco, dejó que sucediera de forma paralela, como si le ocurriera a otro, sin apartar la nariz del papel, exprimiendo su desaliento abundantísimo.
Su biografía se condensa así en una deliberada falta de vida física, de movimiento, de relaciones, para centrarse en escribir. Es un ermitaño de la literatura, que hace de su pequeña Lisboa un nido de águila donde empolla cada día el huevo del poema. Busca un oficio insignificante, monótono, solitario, y se agarra a él hasta la muerte. Intermediario comercial entre empresas portuguesas y británicas, traduce cartas de unos para otros, sin el más mínimo interés por su contenido, sin ver nunca personalmente a quienes las redactaron. Es un médium triste de la burocracia. Su oficio es ser nadie.
En Europa, a comienzos del SXX, está naciendo el individuo post-romántico. Antes, el romántico conquistaba la individualidad, y esa batalla le hacía ya un pequeño héroe, le daba un sentido, una identidad, o la menos eso se creía él. Pero ese esplendor se muere pronto y los escritores del XX, malmetidos por Freud, se encuentran con que no es tan fácil ser un individuo. Que uno no tiene mucha idea de quién es, que igual no es nadie, que uno puede no ser más que una habitación de hotel, en la que pasan temporadas identidades sucesivas. Musil, Pirandello, Unamuno, Pessoa, entre otros, le dan vueltas a esta idea sin llegar más que a tener clara la duda de ser, la sospecha de estar, el barrunto de no permanecer.
Pessoa, para buscarse, se ha encerrado a escribir. Se ha tapado los ojos y los oídos y ha sellado los orificios del alma para que el exterior no le distraiga en el viaje hacia sí mismo, y de ahí salen los heterónimos. Él no es nadie, es ellos. Lo único que le da categoría de individuo es escribir, y resulta que escriben otros. Pessoa no es nadie en la oficina ni quiere serlo en su estudio pobre, donde vive su no-vida y juega a ser médium de la literatura.
Nadie sabe si Pessoa encuentra los heterónimos en su interior, si Pessoa es una especie de esquizofrénico controlado, o si por el contrario, es sólo un juego. Puede que sea las dos cosas. Puede que sea un juego y que con el tiempo, y el aislamiento, Pessoa llegara a vivir la alucinación permanente de convivir con sus heterónimos. Se ha experimentado la privación de sensaciones, y, curiosamente, a las pocas horas, los sujetos del experimento comenzaban a percibir un aluvión de sensaciones que provocaba su propio cerebro, para compensar.
Puede que Pessoa, encerrado, necesite más identidades, repoblando así el espacio vacío, que él mismo ha vaciado previamente. Puede tener importancia que fuera un alcohólico solitario y que viviera en una bruma permanente de sensibilidad y fantasmas. Estaríamos leyéndolo en una clave esotérica.
Pero la teoría del juego es la más sencilla y por eso es la que más se nos asemeja a una verdad. A una verdad, en términos de arte, si creemos que el arte es lo luminoso y que el esoterismo, la locura, es sólo una degeneración del arte. Su superstición. Su oscurecimiento. Pessoa, creemos, está jugando, juega a hacer literatura y es quien toma las decisiones lúcidamente. Tiene un plan, unas reglas, y a través de su heterónimo mayor, Bernardo Soares, da la justificación de los heterónimos: `Dar a cada emoción una personalidad, a cada estado del alma un alma`.
A Pessoa le importa escribir, siempre, y llega a unos pactos secretos con sus heterónimos para que le soplen al oído la línea siguiente del poema. Escribe, alguna vez, un libro de un tirón, y muchas otras el proyecto se le queda en unas pocas hojas, un poema o dos, sueltos, independientes de todo. Y se queda vacío, ajeno, esperando. Y mientras espera adelanta unas líneas de otra cosa, de aquel poema a medias, de algún libro posible que nunca remata. Toda su obra está a medio hacer, que es la forma de estar siempre viva.
La obra está viva y el escritor no. El escritor se hace siervo de la escritura y aleja la vida. Como Kafka, tiene una sexualidad sin resolver y un posible matrimonio en vistas, que se posterga, y se acaba olvidando. Necesita centrarse. En la ausencia de movimiento, de acción, sucede el único episodio pintoresco de su vida. Ayuda a Aleister Crowley, el escritor satánico, de paso por Portugal, a fingir su muerte. Más que saber por qué le ayuda intriga saber qué clase de relación podía haber entre ellos. Hace pensar en otra conexión de Pessoa con el ocultismo, que da su biografía una luz extraña, que no sabemos muy bien qué nos alumbra –finalmente nos deja a oscuras, que es la gracia del ocultismo: una cortina que se interpone para oculta la nada-.
Pensamos que Crowley y Pessoa son dos formas de servir al mal. Una pueril, y espectacular, la de Crowley, que creía realmente ser el demonio, y se disfrazaba y hacía monerías. Y otra sutil y mucho más reveladora, la de Pessoa, que no se creía nadie.
Pessoa es mil veces más destructivo y eficaz que las majaderías esotéricas de Crowley. Pessoa nos contagia de su negritud, y es el verdadero desalmado, porque tiene razón en lo que dice mientras que lo del otro es la sinrazón de un tarado, de un megalómano pequeño y kitsch. Un aventajado de Marilyn Manson.
Pessoa, no lo parece, pero es el mayor escritor de terror de la historia. El Libro del desasosiego produce miedo. Y no el miedo doméstico de ir a perder la vida sino el miedo metafísico de haber perdido el alma. Pessoa, que no tiene alma, se alimenta de las almas que se pierden con su lectura. No rinde culto a Satán sino que es su socio, proveedor de desencantados. Los envuelve y los factura al infierno, que resulta ser el lugar en el que ya estaban, sin saberlo.
En la entrada del infierno clásico se advertía a los que llegaban: olvidad toda esperanza. Pessoa es el infierno, es el estado de desesperanza terminal y convincente.

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0 respuestas a «Fernando Pessoa»

Me encanta Pessoa. Lo sorprendente de él es que lo que publicó en vida no vale apenas nada. Pero, en cambio, lo que dejó guardado e inédito en un baúl es extraordinario y fascinante, tanto en prosa (Libro del desasosiego, El regreso de los dioses, La educación del estoico…) como en verso (grandiosos poemas, transidos de dolor, depresión y tristeza por la vida, como Tabaquería, Lisbon revisited y otros). No se ha escrito, en mi opinión, nada igual, pues revela una profundidad y una penetración superiores a las de cualquier escritor de todos los tiempos. Y un paseo por la existencia física, por la realidad, rozando el vivir, de soslayo, tangencialmente… Como si entre la vida y Pessoa hubiera (él mismo lo dijo) una membrana impenetrable. Pessoa: un hombre al que la realidad y la vida le dolían como si le azotaran con ellas, pero que nos legó poemas insuperablemente hermosos.

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