por Miguel Pérez de Lema
A Letizia le gusta Larra y ha decidido instruir al Príncipe con su lectura. Un príncipe que lee a Larra puede contagiarse de lucidez, bajar de la España Real a la España real, y volverse melancólico viendo que esto no tiene, nunca ha tenido, remedio.
Menos mal que Letizia ha elegido al peor Larra, al novelista cursi y fracasado, que no tiene nada que ver con el segundo Larra, el observador, el crítico, el convincente. Así que la inocencia del príncipe está a salvo. Menos mal.
Porque nada hay tan alejado del ideal rosa y muelle de las monarquías Armani Siglo XXI que Larra. Larra fue un perdedor nato, un triste que fue recibiendo bofetadas de la vida, una inmediatamente detrás de otra, hasta que dijo basta, ahí os quedáis.
Larra nació perdedor y tuvo una niñez itinerante siguiendo los pasos de su padre, médico napoleónico desterrado en Francia tras la expulsión de los gabachos. De vuelta a España el padre se fue sacando de encima a aquel niño sin madre que había olvidado el español y sólo hablaba en la lengua del enemigo, -cómo se lo harían pasar los otros niños-. Lo envía con el abuelo, a colegios lejanos, a universidades. El chico no hace carrera, abandona primero medicina y después derecho. Y entonces, la crisis.
Larra tiene una crisis de lucidez, comprende de pronto que va con el pie cambiado, que no encuentra su sitio, que está solo. Y se hace un carácter triste de hombre prematuro. Deja de reír, de bromear, empieza a mirar alrededor con extrañeza, rompe con el padre y se mete a melancólico profesional.
Para explicar la crisis, unos han dicho que es el padre quien se arruina y exige al chico que se las apañe sólo. Y la mayoría dice que es Larra quien rompe con la familia después de descubrir que su primer amor se estaba encamando con su padre. Esta versión da más juego y justifica mejor al personaje.
Larra vuelve a su Madrid y como todo jovencito sensible y ocioso, descubre el ´ambiente literario`, el calor de la taberna y la solidaridad del periodismo pobre. Encuentra que su pose triste encaja con el aroma romántico que viene de Europa y estudia las fórmulas del éxito literario del momento. Se hace poeta y novelista, y fracasa. Ve que el dinero está en el teatro, escribe un drama, y fracasa aún más. No ha encontrado su camino, escribe con voz prestada. Tiene que empezar de nuevo.
Siguiente asalto. Bajo la cabecera de El duende solitario publica folletos y empieza a hacerse un nombre. Va definiendo su punto de vista y salta a un nuevo folleto: El pobrecito hablador. Ahí ya está el humorista sagaz, popular, libre de modas, escribiendo desde las tripas. El folleto se convierte en un pequeño fenómeno sociológico del Madrid conspirador. Pero entra la censura y cierra el invento. Esta bofetada no consigue detenerlo. Ha tenido éxito, ha hecho contactos, pasa con el seudónimo de Fígaro a escribir para la Revista Española, y bajo ese pabellón pone rumbo hacia los salones de la corte. Es su época grande. Ganará dinero, se meterá en política, conocerá a la reina, girará a la derecha, y se convertirá en el mejor escritor de España. Las críticas de teatro de Fígaro son temidas, las de costumbres celebradas, y las políticas refutadas. Es la gloria mundana de la firma que hace la mejor literatura de su siglo, pero Larra está triste, sigue triste, ya es un amargado irrecuperable. Mientras ha subido escalones en la profesión los ha ido bajando en su vida privada.
Casado desde muy joven, el regreso diario a casa es una batalla. Él es un histérico, ella una inútil, no se soportan. El matrimonio se hace triangular, Larra se ha encoñado compulsivamente de otra, Dolores Armijo, la mala, la casada infiel, la mujer fatal de la sociedad. A Larra le abandonan las dos, primero la legítima despechada, luego la amante voluble. Su prosa se envenena, el humor se hace satírico y la crítica de las costumbres se convierte en juicios existenciales. Madrid se le viene encima y sale del país para comprobar que es conocido y apreciado en Europa. Portugal, Francia, Inglaterra lo celebran, pero tiene que volver, volver, volver, en busca de la Armijo.
A su regreso parece decidido a madurar. Rebaja el tono de su crítica social, se presenta por los conservadores a las elecciones y saca un escaño, pero se anulan las elecciones. Otra bofetada. Sigue escribiendo artículos y, sobre todo, cartas a la Armijo, que no sabe cómo quitárselo de encima. Finalmente, conciertan una cita.
Larra ha preparado el reencuentro, la escenografía de la reconciliación, espera en su casa la llegada de la amante como un niño de internado espera a una madre. La Armijo llega distante, enfadada, armada de reproches y decidida a terminar el acoso. Nadie puede asegurar el tono de la escena, pero corre el rumor de que Larra se ha desfondado, que ha llorado y suplicado, que ha perdido la dignidad. La Armijo se ha ido para siempre. Sólo, Larra recompone la figura, se atilda un poco y se queda de pie frente al espejo, mirándose a los ojos. Se aparta un momento del espejo, busca su pistola, introduce la bala, la carga de pólvora y vuelve a mirarse en el espejo, frente a frente, aguantándose la mirada, sosteniendo el fracaso. Aprieta la mandíbula y el gatillo al mismo tiempo. Un latigazo de sangre y masa encefálica salpican el espejo vacío, con el escritor agonizando en el suelo.
El final es trágico o cursi, según se mire. Épico y protorromántico. Su entierro se convierte en un acto-social-de-primera-magnitud. El todo Madrid acude a despedirlo. Y allí, en su apoteosis de fama y gloria, con todo el cortejo alrededor de la fosa, recibe la última bofetada.
Un jovencito desconocido, melenudo, rapaz, se adelanta y reclama la atención. Saca del bolsillo un papel sobado y engola la voz para recitar unos ripios que acaba de componer en memoria del difunto. Acaba de llegar de Valladolid, con el hambre de gloria de la provincia y le ha robado a Larra su último minuto. El jovencito sale célebre del cementerio. Se llamaba José Zorrilla.
Fotografía: ucm