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los autómatas

Por Miguel Pérez de Lema

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Por supuesto, el autómata no contradice la esencia de la rigidez muñequil, y conserva la suprema expresividad gestual del muñeco estático, su heladora angustia, y su angustiosa petrificación. El movimiento del autómata no hace sino multiplicar esa angustia y esa rigidez, creando una sucesión de gestos. No es un movimiento armónico sino una serie de ruidos intercalados por silencios melódicos, todos sus movimientos conducen al gesto y son una sucesión muy calculada de poses muñequiles.

El poder seductor del autómata está, no obstante, en su movimiento. El movimiento del autómata nos paraliza. Cuando el autómata se mueve, con qué respeto nos detenemos. Cuando cada tarde a las siete en punto empieza a sonar la música del carillón de la Carrera de San Jerónimo, con su maja y su Goya danzantes, los peatones se congelan mirando hacia arriba en un conjunto estético paradójico y reverencial.
Cómo ensalzan los autómatas del carillón al viejo portero del Palace, debajo suyo. Qué dignidad cobran su ridícula chistera y sus galones dorados. Las siete de la tarde son el gran momento de su día, cuando él es el único a la altura de la circunstancia, el único con la credencial muñequista que le da su disfraz para no detenerse ni tener que mirar hacia arriba, sincronizado durante tres minutos con la danza y la música automáticas.

El autómata arroba y deshumaniza mediante su movimiento, y su movimiento tiene perfiles de quietud, que lo identifican. Final y fatalmente, el autómata tiene el poder de parar, y ese es el grito mas agudo del muñeco, el muñequismo más audaz y sobrecogedor. Observar cómo se va acabando su cuerda, su agonía, su apagamiento, lleva el ánimo a una tristeza fútil. Se convierte todo su recorrido de gestos en un lenguaje plástico, una narración que lleva al clímax del estertor final, a ese último gesto, aullido mudo, solemne, perturbador. El momento preciso en que su mirada se queda fija y pasamos a ser los observados, los interpelados, y en que sentimos la necesidad urgente de hacer algún movimiento y redescubrimos nuestro mecanismo motriz.

Recordamos como situación de agonía máxima a aquel torvo hindú que vendía palomas mecánicas en París, a los pies de la torre Eiffel. Para atraer a los turistas daba cuerda a uno de sus pájaros, lo echaba a volar y el autómata daba una larga vuelta sobre el grupo para acabar cayendo al suelo entre aleteos terribles, golpeándose sonoramente con el suelo, hasta quedar detenido con las alas a medio plegar. Ver volar la paloma mecánica, seducía poderosamente, pero no hay nada comparable a su abatimiento. Nada más desolador que la sorpresa de verla revivir después, un último momento, al levantarla el hindú del suelo, cuando daba el último par de aleteos desmayados de su cuerda. Qué verdad en el morir.

Aquellos viejos autómatas de feria que escogían una tarjeta con el destino escrito en ella del que les echaba un céntimo, daban, en ese momento de detener su mano sobre la tarjeta, una credibilidad, una solemnidad, una fatalidad, supremas e irrefutables. No importaba ver que esa tarjeta nunca saliera por la ranura, constatar que las tarjetas iban cayendo ordenadamente de otro montón oculto e independiente de donde se parara la mano del autómata. Ese otro mecanismo expendedor no perturbaba a nadie, y lo escrito en la tarjeta recibida daba igual. El destino verdadero era el señalado en la tarjeta de dentro de la vitrina, inaccesiblemente señalada por el gesto trascendente del autómata. Quedaba en sus dominios.
El autómata mostraba su capacidad de señalar el destino y el vértigo muñequista estaba, precisamente, en ese negarse a revelarlo, dando a cambio una tarjeta cualquiera.

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0 respuestas a «los autómatas»

por qué los interesantísimos artículos del señor de Lema aparecen siempre antes de los jcosísimos artículos del señor MOlinari?

Aproximadamente el 80% de los artículos de este blog son obra de tres personas, la señora Oviaño, y los señores Molinari y de Lema. Parece pues lógico que sus textos vayan a menudo seguidos.
Por otra parte, el señor de Lema, tras reunirse con sus abogados, nos ha remitido un comunicado en el que nos informa de que ha decidido no volver a publicar un texto a una distancia menor de dos artículos del último publicado por el señor Molinari. Si eso no fuera suficiente, el señor de Lema ha añadido que se compromete a cortarse públicamente la coleta y entregarla al señor Escardó como trofeo, o bien a darle la oportuna satisfacción en el campo del honor.

ODIO el carillón de la Carrera de San Jerónimo: sus horrendos muñecos y sobre todo el sonido martilleante con que nos martiriza a horas fijas a los que trabajamos en oficinas cercanas…

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