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LOS POLICÍAS DE ALÁ (reeditado)

(Claudio Molinari, corresponsal exclusivo desde Medellín, Colombia)
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Mohammad Nouroz Yosifi tiene 20 años pero podría pasar por un joven de 16. No sólo su cara es la de un niño, también su cuerpo. De sólo 1,65 metros de estatura y delgado como una rama, parece que va a quebrarse cuando se echa a la espalda su morral de campaña, un saco cargado con 20 kilos de arena con el que debe iniciar la jornada a las 5:45 a.m. Trotando cinco kilómetros bajo el calor húmedo de El Espinal, Tolima.

Tiene suerte de que ese día, 6 de marzo, haya amanecido nublado y fresco. Pero aun así, el ejercicio es extenuante. Al comenzar la marcha, el morral le hace doblar las rodillas y debe apretar los puños y la mandíbula para forzar el paso. Va en la primera fila del pelotón, la mirada concentrada en un punto fijo del horizonte, como si quisiera devorar los kilómetros con la vista. De grandes ojos negros y nariz recta, su expresión vivaz parece más bien la de un joven actor de cine, pero en su lejano Afganistán, donde reina la pobreza y 30 años de conflicto han convertido al país en uno de los más atrasados del planeta, las posibilidades de ser una estrella son inalcanzables como un espejismo. En Thakhar, su pueblo natal, ha dejado una familia de nueve hermanos.

Nouroz hace parte de un grupo de cinco oficiales afganos seleccionados para el III Curso Internacional de Comandos Jungla, que dicta la Policía Nacional en la Escuela Gabriel González de El Espinal. El programa surgió en 1989, bajo la administración del presidente Virgilio Barco, con el objetivo de formar grupos policiales de choque con características similares a las de las Fuerzas Especiales del Ejército, que tuvieran la capacidad de actuar con contundencia y eficacia en las zonas rurales de difícil acceso para la erradicación de cultivos ilícitos y la destrucción de laboratorios de cocaína. Financiado en la actualidad con dineros del Plan Colombia, el curso ha graduado a más de 20 promociones nacionales y su reputación le ha servido para entrenar, además, oficiales de distintos países latinoamericanos, entre ellos Perú, Ecuador, El Salvador, Paraguay, Bolivia y Guatemala.
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El instructor Silva, un hombre pequeño pero duro como un roble, apura el paso de la tropa cuando el sol asoma en el horizonte. Con la cabeza en alto, Nouroz aguanta con la camiseta empapada y jadea un poco. Frunce el ceño, aprieta los dientes y por la expresión de sus ojos parece que estuviera preguntándose: «¿Qué demonios hago aquí?».

Clima y choque cultural

La idea de incorporar efectivos afganos al programa Comandos Jungla nació a finales del año pasado por iniciativa del propio presidente de Estados Unidos, George W. Bush, que quiere replicar en Afganistán, donde se produce el 90% de la heroína del mundo, el modelo colombiano de lucha contra los cultivos ilícitos. De hecho, en julio de 2005 un grupo de cinco policías colombianos, encabezados por el teniente coronel César Atehortúa, viajó a Kabul, la capital afgana, para dictar conferencias de capacitación a las tropas locales organizadas y controladas por los ejércitos británico y estadounidense tras la caída del régimen talibán.
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Nouroz llegó a Colombia a comienzos de febrero, acompañado por un intérprete y cuatro compañeros más: Abdul Najib Haidary, Said Naqid Sabat, Sharifullah Zirak y Mohammad Parwiz Nizany. En El Espinal los esperaban otros 65 estudiantes de comando, entre los que había dos mexicanos, dos salvadoreños, cuatro peruanos, dos panameños, dos ecuatorianos, dos bolivianos y dos paraguayos.

Quizás porque nunca antes habían oído hablar de Colombia, los afganos no esperaban encontrar un clima tan agresivo como el del Espinal. Mientras en Afganistán las temperaturas son altas pero secas en verano, en el pueblo tolimense el clima no sólo es abrasador sino húmedo en extremo. El calor soporífero, así como las diferencias culturales y las dificultades para comunicarse, hicieron flaquear las fuerzas afganas desde la jornada inaugural.

Sin ir más lejos, ese primer día quedaron paralizados ante el espectáculo de una multitud de cuerpos desnudos que corrían hacia las duchas. Practicantes de la religión islámica, que considera una ofensa ver al prójimo sin ropa, los oficiales afganos protestaron en forma airada por semejante show. «Nos tocó instalarlos en una habitación sólo para ellos por respeto a su religión», le dijo a CAMBIO el teniente Camilo Talero, comandante del curso. Pero eso no es todo. Cinco veces al día deben suspender sus tareas para elevar sus oraciones mirando hacia La Meca y un sábado se negaron a levantarse porque su religión les prohíbe trabajar ese día. Además, no comen cerdo y en muchas ocasiones tampoco pollo. «Después de una pequeña negociación, aceptaron que los ejercicios sabatinos eran parte integral del entrenamiento -afirma Talero-. Por lo demás, debimos ser flexibles con el resto de sus costumbres».

Aún así, transcurrida la primera semana el saldo era desalentador: Zirak y Parwiz habían sacado la mano. Uno, por razones obvias, no podía cumplir con el exigente entrenamiento: le faltaba la mitad del pie izquierdo. El otro, porque, simplemente, no aguantó la intensidad del entrenamiento y lo venció la fatiga. Tras un momento de crisis, Nouroz, Najib y Naqid decidieron tomarse las cosas de una forma que las hiciera un poco más fáciles: con humor. Pronto aprendieron algunas palabras de español y a partir de entonces no es raro oírlos gritar en mitad de la faena: «¡Rápido, comando!», para burlarse de los instructores.

Najib es el menos tímido. De 27 años, viene de la provincia de Kapisa y es, según sus compañeros de curso colombianos, un dicharachero de tiempo completo, templado para los ejercicios, no muy maduro mentalmente. Naqib, en cambio, parece hecho para la guerra. Viene de Kunar, conoce de artes marciales, tiene un cuerpo sólido como una roca y la flexibilidad de un gimnasta olímpico. Para completar, se caracteriza por su agudeza mental y un temperamento curtido por la experiencia de 12 años de servicio, primero en Pakistán y luego en Kabul. A sus 29 años, es el que más sobresale de los tres y el que más admiración despierta en la tropa criolla, pero aún debe superar escollos mayores si quiere regresar con la cabeza en alto a Afganistán.

A casi cuatro semanas de haber empezado el curso, el trío de afganos parece estar habituado a las inclemencias del clima y al rigor del entrenamiento, pero lo que han vivido hasta ahora es un jardín de rosas en comparación con lo que les espera. El primer mes ha sido de acoplamiento físico y de instrucción académica, pero a partir del tercer mes el programa exige una resistencia a toda prueba. «El curso toma 17 semanas pero la exigencia va en aumento y los últimos dos meses son los más difíciles, tanto que el promedio normal de deserción en esa etapa supera el 40% -explica el teniente Talero-. Vamos a ver cómo se comportan los comandos afganos cuando llegue ese momento».

Y es que para entonces la nostalgia por la patria y la familia también habrá hecho mella. En las carátulas de los cuadernos de instrucción, Nouroz, Najib y Naqib han escrito en idioma pashto poemas sobre la falta que les hace su tierra y también lo han hecho en los cuadernos de sus colegas colombianos. A veces se sienten perdidos en las clases por las dificultades de comunicación, pues aunque cuentan con un intérprete, éste sólo traduce de inglés al pashto, lo que hace necesario un traductor de español a inglés. La lejanía es un obstáculo que, tarde o temprano, cobrará sus dividendos pero al trío de afganos aun se les nota un cierto entusiasmo.

Terminado el recorrido de los cinco kilómetros al trote con el morral a la espalda, Nouroz y sus compatriotas echan el último pique hacia la meta gritando a todo pulmón. Pero a Nouroz las fuerzas le flaquean desde hace días y muchos de sus compañeros colombianos temen que se retire pronto. «Ese tipo tiene coraje pero no va a aguantar -dicen-. Tiene voluntad pero no tiene idea de lo que le espera».

Quién sabe. Por el momento, después del trote de reconocimiento, la unidad afgana es invitada a pasar adelante en el patio de banderas, donde la tropa está de nuevo en formación, para recibir el aplauso del grupo por su denodado esfuerzo. Al fin y al cabo, basta pensar en cinco policías colombianos de paso por el remoto Afganistán, para imaginar lo que deben sentir Nouroz, Najib y Naqid en las selvas de El Espinal, bajo el sol canicular del trópico y con cinco meses de entrenamiento por delante para coronar la graduación y regresar a casa victoriosos. Sólo por semejante experiencia, bien merecen el aplauso.

No es una garantía

Aunque la presencia de los tres oficiales afganos en Colombia es apenas un proyecto piloto, lo cierto es que el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, anda empeñado en repetir el modelo del Plan Colombia en Afganistán. La primera señal fue haber nombrado al embajador en Colombia, William Wood, como su nuevo representante diplomático en Kabul. La segunda, las palabras del Jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, Peter Pace, en su visita a Bogotá a mediados de enero, en el sentido de que la lucha contra las drogas librada en Colombia podría servir de ejemplo al gobierno afgano para organizar su propia batalla contra el flagelo.
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La inversión en Afganistán sería similar a la del Plan Colombia, que en seis años ha gastado más de 3.600 millones de dólares. En principio, suena lógico. Si Estados Unidos le tiende la mano al mayor productor de cocaína para que solucione sus problemas de tráfico de drogas ilícitas, es natural que piense lo mismo en relación con el más grande productor de opio del planeta. Lo grave es que a pesar de la sofisticación demostrada por los Comandos Jungla, la victoria contra los cultivos ilícitos es cada día más remota. De hecho, el propio departamento de Estado del país del norte reconoció que durante 2005, las hectáreas de coca habían crecido en Colombia en 26%. A la opinión del diario The New York Times, cuyos editoriales advirtieron que Colombia era un modelo equivocado para Afganistán, se han unido voces como la de Michael Shiffer, vicepresidente del Diálogo Interamericano, quien argumenta que ambos países «no tienen el mismo nivel de desarrollo. Colombia es la democracia más vieja de Suramérica, mientras que Afganistán todavía se está construyendo». Así las cosas, la instrucción de oficiales afganos en Colombia es apenas un grano de arena en el difícil panorama de la erradicación de cultivos. Más bien, el entrenamiento debería servir para respaldar las frágiles instituciones democráticas del país asiático. La amenaza talibán La situación en Afganistán, país de 30 millones de habitantes, está lejos de ser normal. Desde el derrocamiento del régimen talibán en 2001, por parte de las tropas estadounidenses, la Otán mantiene en territorio afgano 35.000 efectivos, de los cuales 13.000 son soldados de Estados Unidos y 6.300, británicos. Pero las tropas no han sido suficientes para controlar el territorio. La debilidad del presidente Hamid Karzai para ejercer su gobierno más allá de Kabul, demuestra que la intervención internacional ha sido más bien impotente. Para completar, las fuerzas de la Otán temen una próxima ofensiva talibán, luego de que miles de simpatizantes del antiguo régimen saltaran a las calles en días pasados para exigir la salida de los soldados norteamericanos, acusados de la muerte de 20 civiles cerca de Jalalabad.

0 respuestas a «LOS POLICÍAS DE ALÁ (reeditado)»

Poli, Marisol
el reportaje es estupendo, pero habría que diseñarlo de forma que no salga entero, y que el lector pueda seguirlo en otro apartado.
Visualmente es un chorizo interminable que se come todo lo demás.
Una foto, aunque sea genérica, tampoco le vendría mal.
Es una opinión.

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